Y he ahí que vimos cómo ascendían las almas enardecidas por el puente del muelle a la cóncava nave. El hombre, ataviado atávicamente con la túnica blanca y mirando en lontananza, como vislumbrando el futuro, el único posible, aguardando a que los rebaños de almas llenaran el navío. Él, con sus manos sujetas fuertemente al timón amarillo con rayos negros, semejando el decadente sol que moría en su ocaso, apuraba a todas esas ánimas que buscaban el resplandor, el rayito de esperanza.
Todos en el muelle mirábamos atónitos el espectral espectáculo. Las cuencas vacías de los ojos de las almas miraban sin mirar, sus pies los acomodaban en el navío pero sin moverse, flotaban a la voluntad del Gurú, del Chamán, del Elegido.
Desde nuestra vista, ese navío se mostraba herido, con velas hechas jirones, con el maderamen emputrecido como el anhelo del Chamán. Nadie tuvo la precaución de taponar sus oídos con cera ni de atar al mástil al Gurú. Sabíamos a dónde irían todos: a escuchar el hermoso y dulce canto de las sirenas...
Ya sueltan amarras, ya recogen el áncora, ya el rechinido de maderas comienza su monótono vaivén, ya se pierde la nave en el horizonte rumbo a los peñascos en los que cuentan que se escuchan los hermosos cantos que luego, quien escucha con más atención, se vuelven lastimeros lamentos.
Otra vez -y ya cuántas van- esas ánimas han vuelto a naufragar.